
Tenía un cuerito levantado en el dedo corazón de la mano izquierda que se veía muy feo y simplón.
Lo observaba con la paciencia que a los asuntos realmente importantes no les dedico, pero al cabo del tiempo que me pareció suficiente tomé la tirita de piel, con ayuda de las uñas de los dedos indice y pulgar de la mano contraria, y sin respirar previamente arranqué de un solo tirón al objetivo, con la mayor frialdad posible y con el fin de hacerme creer que de eso se trataba la valentía.
Entre las probabilidades que inundaban a la sencillez de la situación la más insólita me tocó; la carne se me descubrió y la sangre comenzó a brotar en una abundancia impresionante; entonces, como de costumbre, intenté atajar su roja corriente succionándola con la boca, pero pasados unos cinco minutos, la sangre en vez de cesar comenzó a generarme una extraña sensación: sentí que su cantidad se maximizaba con el trascurrir de los segundos y por razones obvias también la presión con que salía; sentí que, literalmente, me estaba ahogando entre mi propia sangre y tuve la necesidad de parar. Cesé yo por ella y no ella por mí.
Comencé entonces a perder tanta sangre que pronto me desmayé y si no es porque me encuentran justo a tiempo y me curan en el hospital no estaría aquí contando el cuento.
Desde que me sucedió la extravagancia narrada me cuesta enormemente hacer las cosas más simples que se puedan imaginar; por ejemplo, parpadear se convirtió en una tarea sumamente tormentosa porque mis pestañas se han hecho tan pesadas que en el cuarto de segundo que me toma bajar los parpados y volverlos a subir siento el horror más agudo jamás experimentado recorrer todo mi cuerpo de la manera más escrupulosa, asegurándose de no dejar rincón sin su aroma.
Me pesan las pestañas porque cuando cierro los ojos me veo a mí misma cara a cara y en un lugar en donde no hay rincón para esconderse: la muerte.
Autor: Angélica Rodríguez