me dijo y le fallé

El mejor consejo y autorización con su validación que me dió un psicólogo: sea egoísta, piense sólo en ud, la gente sabrá entender que en este momento ud no tiene responsabilidad sino sobre ud mismo. El problema es que ha pasado el tiempo y me quedó gustando, pero nadie dura y los que duran son unas gonorreas.

 

Sin embargo, hubo alguien que me hizo otra vez querer sacrificar atención propia y dársela y vaya error, hubiera seguido el mandato del profesional, pensar en mí, enfocado en mí, juicioso y disfrutando también. Ahora en mi cabeza hay una guerra abierta de ideas que se pelean por mi pensadera, muchos competidores y mis favoritos están perdiendo, ahora me la pasa entre una idea vaga y otra, me encanta vacilar en mi pensamiento, estos días así son perfectos, estos días postguayabo haciendo las paces con uno mismo.

Me arranqué el corazón en un pellejo

 

Tenía un cuerito levantado en el dedo corazón de la mano izquierda que se veía muy feo y simplón.

 

Lo observaba con la paciencia que a los asuntos realmente importantes no les dedico, pero al cabo del tiempo que me pareció suficiente tomé la tirita de piel, con ayuda de las uñas de los dedos indice y pulgar de la mano contraria, y sin respirar previamente arranqué de un solo tirón al objetivo, con la mayor frialdad posible y con el fin de hacerme creer que de eso se trataba la valentía.

 

Entre las probabilidades que inundaban a la sencillez de la situación la más insólita me tocó; la carne se me descubrió y la sangre comenzó a brotar en una abundancia impresionante; entonces, como de costumbre, intenté atajar su roja corriente succionándola con la boca, pero pasados unos cinco minutos, la sangre en vez de cesar comenzó a generarme una extraña sensación: sentí que su cantidad se maximizaba con el trascurrir de los segundos y por razones obvias también la presión con que salía; sentí que, literalmente, me estaba ahogando entre mi propia sangre y tuve la necesidad de parar. Cesé yo por ella y no ella por mí.

 

Comencé entonces a perder tanta sangre que pronto me desmayé y si no es porque me encuentran justo a tiempo y me curan en el hospital no estaría aquí contando el cuento.

 

Desde que me sucedió la extravagancia narrada me cuesta enormemente hacer las cosas más simples que se puedan imaginar; por ejemplo, parpadear se convirtió en una tarea sumamente tormentosa porque mis pestañas se han hecho tan pesadas que en el cuarto de segundo que me toma bajar los parpados y volverlos a subir siento el horror más agudo jamás experimentado recorrer todo mi cuerpo de la manera más escrupulosa, asegurándose de no dejar rincón sin su aroma.

 

Me pesan las pestañas porque cuando cierro los ojos me veo a mí misma cara a cara y en un lugar en donde no hay rincón para esconderse: la muerte.

 

Autor: Angélica Rodríguez 

La mano en el piano

Conmocionado al intersticio de un hombre que tocaba el piano, de una forma tan fenomenal, se encontraba otro hombre sentado en las mesas de un restaurante matutino de grandes encrucijadas bajo un ambiente de fragantes velones, sazones de un toque al gourmet, champagne, arpegios acordados entre teclados bajo un cielo, falsamente eclipsado, tan afanoso de una tertulia como un molusco a su morada. Todo palidecía a su entorno, más no encontraba un rincón ensombrecido en su plenitud « ¡Como un rayo enardecido que se despliega tan vasto sin poder engendrar nada más que un impulso vacío!».

Copiosamente se lamentaba en medio de su angustiosa melancolía ¡cuál reflejo! a través de una copa de cristal, balbuciendo en un tormento alegre que expresara su risa infantil. Sentado yacía solitario aquel hombre en una mesa para cuatro, en una velada que parecía tan cálida; cuando tranquilamente especulaba en su derredor, fingiendo en una soledad condenada a partir de su percepción de humanismo. Seguía el pianista en su ocaso, en un largo butaco pobremente acojinado, entonando una maravilla cual Clarinet Quintet mozartiano, entre tonadas instrumentales que hundían sus dedos acoples a unas teclas bicolores. –– ¿Qué has hecho con mi mente? ––, se preguntaba en su inconforme curiosidad, sintiéndose atrapado en aquella voz que le profesaba desde su alma un embebecimiento prematuro que tropezaba en un embellecimiento armonioso. –– Ya no pienso en otra balada sino la misma, que me apresa como una mosca por una saltícida araña en sus hiladas tenues; no porque quiera parecer vulnerable, es sólo porque es una simple ley.

El pianista seguía calculando milimétricamente cada movimiento de sus falanges articuladas como las de cualquier artrópodo; nada más que una conjetura, no sé qué tan aciaga, que se replegaba en un holgorio de un pintoresco escenario, es un término tan complejo y a la vez tan vago, porque hace del espectador un renco postrado en un siniestro. –– El inolvidable obrero que trabaja sin más contentillo que el prestigio de una mente que afirma que lo demás es basto.

En un extenso escalón embaldosado como marfil y unos acompañantes que se perdían cada uno en un capítulo diferente de esa confusión nocherniega, en tomas desde sus mesas redondas a la merced de un buen bouquet, sometido a la degustación palatable desde un trinche sobre un plato de porcelana. La exquisitez de cada pieza que se emitía les engalanaba; aunque sólo fuesen unos cuantos minutos, pareciese que habrían sido horas, que coincidían venturosamente con algunas líneas de Corbière: “Lágrimas son las horas. ¡Lloras, corazón mío! ¡Anda, canta...! No cuentes más”.

Empezaba una nueva sinfonía a desglosarse en una infalible secuencia de arpegios ulteriores, de símbolos en el aire que no eran más que indirectos, acostumbrados a lo inconstante de un oído inmaduro; quien pluguiera en sus afanes de un concierto ordinario. En deleznables simbolismos de una mente encantada, sobre una tapicería modesta en las que, del pianista, se posaba su contorno de glúteos ––vanagloriando al cobarde que no expresa sus más íntimas pasiones que, entumecido en su entorno, no comprendía el legado de un sentido humilde.

Interpretaba cada nota formidable, ¿quién habla de un pianista de su estilo incomprensible?, luego los compases en un torbellino. Deleitaba en cada escala, luegoacababa en un martirio junto al incienso de lo vilipendioso. Todos estaban prisioneros de las mismas fantasías; luego entendían que el terror de nada servía si no era acompañado de un hecho funesto. Para qué sentir temor, cuando al final una sonrisa, que, estridentemente enturbia el sonido del corno que de una memoria aparecía. En una incidencia el pianista enamoraba, despertaba sospecha, rencor y arrebato, tranquilidad, meditación y muchos más deseos encontrados; sin tener que preferir buscar adeptos acérrimos a la iniciación de los sonidos que nos hablan sin mencionar ni una sola dicción, porque es sencillamente “música para un oído prudente y unos nervios aún más rezagados”; más el pianista seguía comprendiendo en su añoranza que la libertad parece ¡Tan triste! Triste como un cetáceo que en una red su muerte se aclara, la desventura que precede en una última zarpada.

Todo en el interior no era más que una espesa escena que luego se atrevía a parecer premonitoria. –– ¡Bendíceme malditamente! Que en tu clavel ufanas, atrayendo una atención a una locución infame, y se representara de una forma tan ingrata, adormeciéndose en un poco discorde apasionamiento de una pieza desconocida. Cada vez era mejor su galantería « ¿ahora lo comprendes? ¡Qué va! En su idiotez que naufraga como un pinnípedo en su agonía y procede de la esperanza que se interna en un aprovechamiento de la frialdad, de lo inseguro de una humanidad indefensa». Un pianista que simplemente quisiera expresar unas voces discontinuas, que aparecíanse, enmohecidas, entre pensamientos ignotos.

Se encrudecía como un errante en un impávido semblante, anteponiendo la hazaña para creerse conforme, en cada sostenido y cada bemol; apreciaba, exhaustivamente, cada cosa que de sí relucía, considerando que el “tiempo en sus teclas se oxida”, reflexionando en una melodía que le atañera al alba. «Cual verdugo que consuela a aquel que en si fallece».

En una recitada, el piano que marcaba y una mano ensombrecida que aturdidamente aclama; un espectro sustraído que alberga un alma inmune, en un florero campanulado que translucía una corolas, envolviendo un pistilo de estambres; entre perfumes lóbregos y un olor tan sepulcral. –– ¡Yo soy ese ayer y el mañana que siempre convoca, para no descansar hasta que todo parezca olvidado!
No es lo mismo que un cuento de horror de un pianista que perdió una de sus manos, que se posaba ensangrentada al final de la última tonada, más la impiedad de sus ojos no se había apagado. «Quería que fuera inolvidable en una mente que asimile un pensamiento indeciso». Discernía el mismo hombre solitario, aún, y ya el tálamo de los rojos velones sobre su mesa parecían extintos. « ¡Bastardo!» Quien precisa en una ofensa mancomunada y en el piano una mano que parecía tan inofensiva ––no me abandones.

«En un mismo canto onírico los dignos especulan, perteneciendo a una inconsistencia que en sus actos se encuentre. Carece de sí mismo un sentido, un fin perdurable, o una presencia indocta que aparece de vez en vez y se esconde pretendiendo ser inveterada. Vieja como un leño seco, sórdida como un mezquino claudicado; en un perverso silogismo, la visión se afecta por una sabia encantada. Entre un caudal de pleuras, un pulmón agitado, que convierte la esencia en un fluido oxigenado, en un resoplido voraz que se urde en una estampa de corrientes aéreas. Luego los resuellos de una constancia ilógica, sin remediar que el tiempo de sí mismo se escapa».

En un principio, las notas fueron manifiestas y al final del espectáculo yacía una blanda mano, tan latente sobre un piano.De accesorios carpianos sus articulaciones, moviéndose tan tétrica sobre las teclas del mismo piano, que más bien sonara tal clavicordio, y afufaba a parecer una velada tan desgraciadamente aburridora ¡Proseguía!, ¡proseguía!, en la brevedad de una vicisitud plagiada, “en un bismuto desportillado que retozaba en el espacio”, cuan triste e insípido, sereno y nostálgico; enardecido en su desdicha que sopesaba aguardada en una efigie; vigilando en penurias para despertar al infortunio.

Encendiendo la postrimería, perpetuando en una añoranza obstruida, queriendo que, en el más acopio de los destinos exasperara una mente tranquila. Tú, fiel pianista de la clásica melodía, que en estruendo de ambrosías desesperaste al inicuo y al perseverante entretuviste.

Yace una mano en un piano, como nunca otra. ––En un silencio oprimiste al palurdo de sus penas, enriqueciendo al bastardo de una opresión ajena. Quien quiera en sus plegarias, o un poema encanecido, agraciando la penumbra en un impulso convidado, en una perplejidad extasiada, una vez lo perplejo, en un antojo tan absurdo. Quien acompaña sus oratorias, tan nefasta como espera en un pentagrama que surge entre falanges en aquel convite; los invitados aún no se habían movido de sus sillas, parecía una sensación interminable, ya el tiempo se desembocaba transitorio en su andar desmedido.

Una noche, para algunos tan romántica, para otros, tan austera... los demás perdidos en medio de sus charlas tan amenas, sus copas espumosas, el humo de sus tabacos, el calor de una buena comida; todos parecían infinitivamente embelesados por el concierto de la noche que se repetía una y otra vez, una y otra vez, sin que ellos lo percataran. Habría repetido las mismas piezas, durante varias, varias horas, entre composiciones de Bramhs, Verdi, Chopin, Strauss, Rossini, entre otros compositores, desde vals y baladas de dulce súplica y fragmentos de barroco que creaban una muy decente densidad en aquel restaurante tan oscuro como su nombre: La noche sin fin.

La fecha de esa noche no se había removido, un viernes 13 de octubre después de las ocho de la noche; el ambiente era tan sombrío como en una cámara de oscuro mate, alumbrado escasamente por algunos bombillos redondos en su exterior, opaco de un tono rojizo y lo suficientemente despreocupado, sensiblemente acogedor, elegante y lóbrego al mismo tiempo; mientras la gente que allí se encontraba no cesaba de platicar con sus compañeros de mesa, todos a excepción de aquel hombre que seguía tan solitario en la suya mirando inquietamente un florero de dalia junto a una botella de Cabernet Savignon.

Seguían desplazándose por entre las extendidas teclas las yemas de los dedos del intérprete sobre aquel piano de detallada madera y en bien pulida, dentro un alma en un cuerpo que emprendiera una huida; conociéndose interiorizado en un superlativo poco nombrado, en su mesa con patas de raíces se acostumbra a ver al pianista repentinamente. Éste último no demostraba ni una gota de cansancio en su actividad tan clásica, su vista se perdía una que otra vez entre los penumbrosos rincones de aquel restaurante en los que aguardaban negras siluetas que se encontraban allí atrapadas; ya los meseros en su laborioso andar parecían nada menos que sonámbulos, pero con abiertos ojos de vista pálida y perversa, llevando sus bandejas por entre los espacios transitables entre las mesas. Las personas no paraban allí de comer, repetían sus platos una y otra vez, no se saciaban por ninguna circunstancia, más todo parecía con total elegancia; el movimiento de los meseros que seguían sirviendo era tan continuo y dentro de la cocina seguía despidiéndose el mismo sazón humeante y deleitante.

Allá, frente al, no tan grande piano, una gran pantalla de cristal, un enorme ventanal, que dejaba ver en su translucidez un rocío de estrellas consteladas en diferentes formas que quedaban a la simple imaginación de sus observadores. El solitario hombre había perdido el foco de su florero en la mesa, en su líquido sepulcral como medio de sustrato, y en cambio extrañado expresaba en su rostro gran sorpresa; una expresión atisbada que afirmaba que las estrellas que allí colgaban no se quedaban quietas, que más bien alborozaban a parecer coquetas. En un abolengo señorial que se ejecutaba en cada invitado, por ser un sitio exquisito en el que pocos pobres hayan estado; en una recepción tan fina como el paño y el holán a través de una ventana que pareciese un gran portal; más un par de árboles bien copados con sus tan frondosas copas y en sus ramas ya las aves nocturnas con sus cantos, caprichosas; de cuando un claro bajo el firmamento estelar que vislumbraba en su infamia, que se precipitara a un abismo.
Entonces, las constelaciones se reorganizaban, el solitario hombre se afirmaba, las estrellas en su danza, lánguidamente, entre su negra capa ¡Qué noche más prolongada! Ninguno lo preguntaba; todo era furor acompañado de candor, en ese mismo festín bajo unos acordes pianísticos de un artista que parecía jamás encontrarse fatigado.
El desespero era tan distante, los adagios flotaban en una mágica anticipación. Pardo parecía el interior del lugar bajo la fosca alfombra que se colgaba sobre la ciudad; tan decorada como ninguno la hubiese imaginado, en un castigo siniestro como un repertorio sin precauciones.

No se creía realmente que hubiese pasado tanto tiempo entre aquel vértigo poco acomedido « ¿a dónde van todas las profusas ánimas indefensas?, sacudidas ingratamente por una misma imagen». El tiempo en su vertiginosa interrupción, del mismo interés con que el aire replegaba en una misma morada.

Aquel hombre taciturno al reaccionar de su impresión de desmaña, no se encontraría con más nada que un sobresalto deliberado al ver como se movía postrada, sobre la cómoda pianística, una tétrica mano ensangrentada que bañaba de un fluido espeso varias de sus teclas de lado a lado sin nadie que le guiara.



TÍTULO DE LA OBRA: LA MANO EN EL PIANO
PSEUDÓNIMO EMPLEADO: L. DILION

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